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La Declaratio de Benedicto XVI no goza de presunción jurídica de validez

Estefanía Acosta

Introito 

Benedicto XVI: ¿Papa “Emérito”?: Una demostración en pie


Ante los ojos de muchos –grandes y pequeños, ancianos y jóvenes, eruditos y profanos, laicos y clérigos, provenientes tanto de los centros como de las periferias religiosas y culturales–, desfilan hoy dos hechos que, por su carácter notorio, serán tomados aquí, no como objeto de descripción/explicación/valoración, sino como punto de partida para el examen de un problema ulterior. 


¿De qué hechos se trata? Para quienes han tenido ocasión de leer –como mínimo– el libro Benedicto XVI: ¿Papa “Emérito”?[i], la respuesta viene implícitamente anticipada en el título de este introito: se trata, por una parte, de la demostrada inexistencia/invalidez –atención al trueque de palabras, que retomaremos más adelante–, tanto de la “renuncia” de S.S. Benedicto XVI (en adelante BXVI) como de la “elección” del cardenal Jorge Mario Bergoglio (en adelante JMB) al pontificado, y por la otra, del carácter falaz/insuficiente de los argumentos con los que recurrentemente se ha intentado desvirtuar[ii], siempre sin éxito[iii], dicha demostración. En síntesis, hablamos de una realidad jurídico-sustancial que a la fecha puede tenerse como definitiva: BXVI nunca ha dejado de ser, y será hasta su muerte, el único y verdadero Papa de la Iglesia Católica (y por tanto, Francisco es, y será hasta su muerte o su eventual “renuncia” –léase, cese voluntario de la usurpación de la Silla de Pedro–, un anti-Papa).


¿Y cuál sería el problema ulterior anunciado? Nada menos que la contracara, de tipo jurídico-formal, de la realidad señalada, expresable a través de las siguientes preguntas: ¿es legítimo que los fieles “descubran”, acepten y proclamen que es Benedicto y no Francisco el Papa verdadero, aun cuando la autoridad eclesiástica competente no haya emitido una declaración oficial al respecto? ¿Acaso los mencionados actos jurídicos de “renuncia” y “elección” no gozan de una presunción de validez, de tal manera que, a todos los efectos, la Iglesia entera debe someterse a ellos mientras no se profiera una tal declaración oficial? ¿Adherir a BXVI como Vicario de Cristo no equivale a usurpar la potestad eclesiástica y pretermitir el debido proceso, al punto de incurrir en cisma? ¿En últimas, ante la realidad jurídico-sustancial en comento, no correspondería a los fieles, sencillamente, callar, rezar y amar?


Excepción hecha de la primera pregunta, nuestra respuesta es siempre un rotundo NO. A decir verdad, esta negativa la ofrecíamos ya en el documento Adversus Fallacies…, donde, advirtiendo que Francisco ha sido desde el principio un Papa dubius (y por tanto un Papa nullus) –o, lo que es lo mismo, que en su caso no se ha configurado la pacifica universalis ecclesiae adhaesio–, argumentábamos: “¿Cómo exigir obediencia, entonces, frente a un Papa dudoso (Francisco)? ¿Cómo esperar, en estas condiciones, que los fieles se abstengan de investigar quién es el verdadero Papa, y de formarse y emitir un juicio sobre el particular? ¿No es acaso un derecho y un deber de todo católico (de todo hombre, incluso) buscar la verdad y adherirse a ella una vez encontrada, máxime en asuntos que atañen a la comunión eclesial y, por ende, a la salvación eterna? Por lo demás, ¿seremos incapaces de ver que la demostración y la defensa de la verdad preceden lógicamente a su declaración oficial por parte de cualquier autoridad eclesial? ¿Qué dirían, por ejemplo, Santa Catalina de Siena, San Vicente Ferrer y San Bernardo de Claraval al respecto?”. Adicionalmente, en el mismo documento avisábamos de los peligros encerrados en la falacia según la cual sólo un eventual sucesor de Francisco podría poner punto final a la cuestión (anti)papal: “Advirtamos, adicionalmente, la trampa que se esconde tras el argumento en análisis: si Francisco es un anti-Papa (y lo es), el “próximo Papa” sería nada menos que otro anti-Papa, pues sería electo por cardenales inválidamente designados por Francisco. En este sentido, esperar que el “próximo Papa” pueda solucionar el problema es sencillamente ilusorio”[iv].


Ahora, si bien las líneas precedentes resultan claras y satisfactorias desde el punto de vista lógico e histórico, queda por dilucidar la cuestión técnica –la presunción de validez de los actos jurídicos–, cuyo desarrollo exige puntuales referencias y explicaciones canónicas. A ello nos dedicaremos a continuación, no sin antes dejar expuesta, con ayuda de ejemplos, la posición de quienes se parapetan tras dicha presunción.

 


Planteamiento del problema

El deber de atenerse al juicio público de la Iglesia: el contrato/sacramento matrimonial como “paradigma”


Dejemos planteado el problema con las propias palabras de uno de nuestros “adversarios” –Ryan Grant[v]–:


Fuero Externo […] El papado es un oficio público. Su recepción es pública, y una renuncia a ese oficio se manifiesta públicamente. Eso significa que la presunción recae en la validez de la renuncia hasta que se demuestre lo contrario en el foro externo. Esto es, la falsedad de la renuncia debe ser demostrada en los tribunales eclesiásticos –no en un blog, no en Facebook, y no en la declaración formal de algún laico o incluso de un clérigo. Propter metum. Ahora consideremos el argumento del miedo o la coacción [bajo los cuales, supuestamente, habría actuado BXVI al “renunciar”] que a menudo se alega. Los defensores de este argumento pueden citar el canon 188: «Una renuncia realizada por miedo grave, que ha sido injustamente infligido, o debida a fraude, error sustancial o simonía, es inválida por el derecho mismo». La dificultad es que en todos los actos realizados por miedo, existe de hecho un consentimiento al acto que es, en principio, un consentimiento real. Esto se encuentra también avalado en el Derecho Canónico: «Un acto realizado por temor grave, que ha sido injustamente infligido, o por fraude, es válido a menos que la ley establezca alguna otra disposición; pero tal acto puede ser rescindido por decisión de un juez, ya sea a instancia de la parte lesionada, o de su sucesor en el derecho, o ex officio» [canon 125 §2 del Código de Derecho Canónico, en adelante CDC]. La trascendencia de esto es que si el Papa fuera presionado por algún miedo nebuloso, surgido de alguna amenaza nebulosa, como han opinado ciertos blogs, sería necesario que esto sea demostrado en un tribunal canónico, por esa parte o alguien que la suceda en sus pretensiones, y entonces, cuando este miedo sea demostrado en el fuero externo, y sólo entonces, podríamos tener tal confirmación” (negrillas propias).


Y para abundar en argumentos, el articulista nos ofrece una analogía con el contrato/sacramento del matrimonio:


“La consecuencia de que los laicos individuales «declaren definitivamente», por su propia autoridad, la nulidad de la renuncia de Benedicto, no es en absoluto diferente de un hombre que descubre que su matrimonio es inválido debido a algún impedimento. Incluso si estuviera cien por ciento en lo cierto y este impedimento fuera tan claro como el sol de verano, él no puede simplemente huir y casarse con otra mujer a menos que la Iglesia le haya otorgado una declaración de nulidad, la cual es un juicio en el fuero externo. En otras palabras, debido a que el sacramento del matrimonio es un acto público, no muy diferente de tomar el oficio del papado o renunciar a él, cualquier defecto que afecte la validez debe ser adjudicado públicamente por la Iglesia a través del proceso de anulación para que se emita un juicio definitivo y los interesados ​​tengan certeza moral al respecto”.


Estas consideraciones, en lo que se refiere específicamente al contrato/sacramento matrimonial, se corresponden con el sentido de la Carta a los obispos de la Iglesia Católica sobre la recepción de la comunión eucarística por parte de los fieles divorciados que se han vuelto a casar, emitida el 14 de septiembre de 1994 por la Congregación para la Doctrina de la Fe[vi], que en sus apartes pertinentes indica:


La errada convicción de poder acceder a la Comunión eucarística por parte de un divorciado vuelto a casar, presupone normalmente que se atribuya a la conciencia personal el poder de decidir en último término, basándose en la propia convicción, sobre la existencia o no del anterior matrimonio y sobre el valor de la nueva unión. Sin embargo, dicha atribución es inadmisible. El matrimonio, en efecto, en cuanto imagen de la unión esponsal entre Cristo y su Iglesia así como núcleo basilar y factor importante en la vida de la sociedad civil, es esencialmente una realidad pública.


Es verdad que el juicio sobre las propias disposiciones con miras al acceso a la Eucaristía debe ser formulado por la conciencia moral adecuadamente formada. Pero es también cierto que el consentimiento, sobre el cual se funda el matrimonio, no es una simple decisión privada, ya que crea para cada uno de los cónyuges y para la pareja una situación específicamente eclesial y social. Por lo tanto el juicio de la conciencia sobre la propia situación matrimonial no se refiere únicamente a una relación inmediata entre el hombre y Dios, como si se pudiera dejar de lado la mediación eclesial, que incluye también las leyes canónicas que obligan en conciencia. No reconocer este aspecto esencial significaría negar de hecho que el matrimonio exista como realidad de la Iglesia, es decir, como sacramento.


Por otra parte la Exhortación Familiaris consortio, cuando invita a los pastores a saber distinguir las diversas situaciones de los divorciados vueltos a casar, recuerda también el caso de aquellos que están subjetivamente convencidos en conciencia de que el anterior matrimonio, irreparablemente destruido, jamás había sido válido. Ciertamente es necesario discernir a través de la vía del fuero externo establecida por la Iglesia si existe objetivamente esa nulidad matrimonial. La disciplina de la Iglesia, al mismo tiempo que confirma la competencia exclusiva de los tribunales eclesiásticos para el examen de la validez del matrimonio de los católicos, ofrece actualmente nuevos caminos para demostrar la nulidad de la anterior unión, con el fin de excluir en cuanto sea posible cualquier diferencia entre la verdad verificable en el proceso y la verdad objetiva conocida por la recta conciencia.


Atenerse al juicio de la Iglesia y observar la disciplina vigente sobre la obligatoriedad de la forma canónica en cuanto necesaria para la validez de los matrimonios de los católicos es lo que verdaderamente ayuda al bien espiritual de los fieles interesados. […]


[…] En la acción pastoral se deberá cumplir toda clase de esfuerzos para que se comprenda bien que no se trata de discriminación alguna, sino únicamente de fidelidad absoluta a la voluntad de Cristo que restableció y nos confió de nuevo la indisolubilidad del matrimonio como don del Creador. […]” (negrillas fuera del texto original).


Pues bien, ¿qué tenemos nosotros para decir frente a estos planteamientos?

 


Una distinción imprescindible

Requisitos internos vs. requisitos externos del acto jurídico

 

Ya que hablamos de actos jurídicos, debemos preguntarnos en primer lugar qué es un acto jurídico, situándonos siempre en el contexto eclesial. De manera sencilla, podemos definir el acto jurídico como la manifestación, socialmente reconocible, de una decisión que tiene acogida por las normas del derecho objetivo (sea, en este caso, divino o meramente eclesiástico) como fuente de creación, modificación o extinción de relaciones jurídicas. A partir de esta definición es posible descomponer el acto jurídico en sus elementos internos (esenciales, constitutivos, estructurales o definitorios), esto es, aquellos que integran su naturaleza misma, que hacen parte de su definición o conceptualización, de tal suerte que, ante la falta de uno cualquiera de ellos, no podría siquiera hablarse propiamente de “acto jurídico”. Así, para que exista un acto jurídico (de manera general), debe haber un sujeto –o varios, según el caso–, un objeto (los “bienes jurídicos” o situaciones respecto de los cuales el (los) sujeto(s) está(n) decidiendo, y el contenido mismo de la decisión adoptada), una voluntad o consentimiento (la aquiescencia que (los) sujeto(s) otorga(n) a la decisión) y una forma (una vía de expresión social del consentimiento, la cual puede encontrarse imperativamente determinada por el derecho objetivo –en los actos jurídicos solemnes– o dejarse librada a la elección del (los) sujeto(s) –en los actos jurídicos de forma libre–).

 

Formulemos ahora algunas preguntas (meramente retóricas) que nos servirán para comprender mejor el carácter esencial de los requisitos o elementos mencionados. ¿Podría imaginarse un acto jurídico (contrato) de compraventa celebrado por un solo sujeto? ¿O una compraventa en la cual los sujetos no designen, de manera clara y determinada, la cosa que habrá de ser transferida por el vendedor? ¿O un (contrato/sacramento de) matrimonio donde los contrayentes permanezcan inertes y no manifiesten voluntad positiva alguna ante la pregunta “¿aceptas?”? En ninguno de estos tres eventos surgiría el acto jurídico: se trataría, en otras palabras, de actos jurídicos inexistentes por falta de algún elemento interno o esencial (sujetos, objeto, consentimiento, respectivamente).

 

Ahora bien, hay otro conjunto de requisitos o elementos, no ya internos (esenciales, constitutivos etc.) sino externos, los cuales son necesarios, no para que el acto jurídico surja (alcance existencia), sino para que el mismo logre ser juzgado acorde o armónico con las exigencias positivas (contingentes) de un determinado ordenamiento jurídico (sea el canónico, por ejemplo, o el de algún Estado nacional), de tal suerte que sus efectos jamás puedan verse “aniquilados” por las autoridades competentes o, contrario sensu, sean siempre reconocidos/avalados/protegidos por ellas. Entre estos requisitos se encuentran: la capacidad del (los) sujeto(s) del acto (vinculada con cualidades tales como experiencia, madurez, responsabilidad, discernimiento, competencias comunicativas etc.), la licitud del objeto (comúnmente asociada a consideraciones de tipo moral), la libertad del consentimiento (de manera general se exige que éste no se encuentre viciado por error, fuerza o dolo) y la cabalidad de la forma (tratándose de actos solemnes, debe cumplirse puntualmente la formalidad impuesta por la ley).

 

La diferencia conceptual entre uno y otro conjunto de elementos o requisitos es evidente. ¿Será acaso equiparable, por decir algo, una compraventa celebrada por un solo sujeto, a una compraventa celebrada por dos sujetos de los cuales uno es un demente? ¿O serán asimilables dos compraventas de las cuales la primera carece de un objeto (cosa a transferir) determinado, y la segunda tiene por objeto un arma nuclear de circulación prohibida por el ordenamiento jurídico aplicable? ¿O lo serán, en fin, un matrimonio en el que los contrayentes se abstienen por completo de responder al “¿aceptas?”, y otro en el que los cónyuges han sido forzados o coaccionados a decir “sí, acepto”?

 

En términos puramente teóricos, es obvio que los primeros supuestos de cada una de las preguntas propuestas dan cuenta de actos jurídicos inexistentes; en los segundos supuestos, en cambio, la calificación de la sanción jurídica aplicable no es tan clara: ¿nulidad, invalidez, vicio de nulidad/invalidez, rescindibilidad?

 

Los problemas terminológicos se presentan, no sólo porque cada ordenamiento jurídico ofrece soluciones diferentes ante la ausencia de alguno de los elementos externos del acto, sino además porque no es extraño encontrar imprecisiones/ambigüedades/incoherencias al interior de un mismo ordenamiento jurídico –en la medida en que, por ejemplo, la previsión normativa de los requisitos internos y externos del acto no siempre se consigna de manera discriminada y ordenada–, todo lo cual provoca, a su vez, un cierto caos en el lenguaje doctrinal[vii]. Así, vemos cómo el canon 124 § 1 del CDC ni define el acto jurídico ni categoriza expresamente sus múltiples requisitos o elementos –sólo los enumera indistintamente–, dejando de esta manera a la doctrina[viii] la labor de teorización/sistematización. Observemos, en efecto, la literalidad del señalado canon, así como el comentario doctrinal al margen:

 

Para que un acto jurídico sea válido, se requiere que haya sido realizado por una persona capaz, y que en el mismo concurran los elementos que constituyen esencialmente ese acto, así como las formalidades y requisitos impuestos por el derecho para la validez del acto”[ix].

 

Este c. no define propiamente el acto jurídico, sino que se refiere a sus presupuestos y a los elementos requeridos para su existencia y validez. Como presupuesto del acto jurídico figura la habilidad o capacidad. Entre los requisitos, se distinguen aquellos que pertenecen a la esencia o naturaleza del acto y que son sus elementos constitutivos, y aquellos otros que son requeridos por ley positiva para su validez. Si faltan los elementos constitutivos o esenciales, el acto es inválido por carecer de existencia (acto inexistente). Así, en cuanto acto humano, el acto jurídico debe ser libre (con ejercicio de la inteligencia y voluntad) y ha de tener un objeto adecuado (que la doctrina jurídica llama causa, y que es el resultado social que se pretende); en defecto de voluntad o de objeto esencial, el acto sería inexistente. Además, la ley positiva puede requerir otras formalidades (forma) y condiciones que no afectan a la existencia del acto, pero sin cuya presencia el acto sería nulo ipso iure (invalidez), o al menos podría ser anulado por sentencia del juez (rescindibilidad). Tales requisitos de ley positiva pueden afectar también a los presupuestos de capacidad, pues para la existencia de ésta el derecho natural sólo exige la discreción de juicio necesaria, según el objeto y naturaleza del acto”[x].

 

Al margen de cualquier posible juicio de tipo terminológico sobre los apartes transcritos, lo cierto es que ellos dan cuenta de dos situaciones indiscutiblemente distintas: de un lado, la “invalidez por inexistencia”, cuando “faltan los elementos constitutivos o esenciales” del acto, esto es, “en defecto de voluntad [humana, la cual presupone la intervención de uno o varios sujetos] o de objeto esencial”, y del otro, la invalidez o nulidad ipso iure, o la rescindibilidad, por ausencia de los elementos “requeridos por ley positiva… que no afectan a la existencia del acto”, esto es, por falta de los elementos externos.

 

De todo lo anterior podemos entonces concluir que hay ciertos requisitos o elementos que, por la naturaleza misma de las cosas (ex natura rei), antes y al margen de cualquier previsión jurídico-positiva concreta, deben necesariamente confluir para tenga existencia cualquier acto jurídico en general (o bien, un cierto tipo de acto jurídico particular).

 

Pero… ¿para qué nos sirve esta conclusión, de cara a la cuestión (anti)papal que nos ocupa?

 

 

Para salir pronto del engaño…

La falsa analogía

 

Retomemos las hipótesis que nos ofrecía el señor Grant, referidas, respectivamente, a un posible “miedo grave injustamente infligido” en la “renuncia” de BXVI, y a un contrato/sacramento matrimonial nulo por algún impedimento –circunstancias que, según concluía nuestro autor, sólo a partir de su eventual declaración formal mediante sentencia de nulidad del acto respectivo, emitida por la autoridad eclesiástica competente, determinarían la ruptura oficial de la presunción de validez y adquirirían, por tanto, fuerza vinculante y certeza moral para los interesados–.

 

Si algo aprendimos en el acápite precedente del presente escrito, podemos advertir que en ambas hipótesis se parte –aunque sin las precisiones técnicas del caso– de la base de que los elementos internos del acto se encuentran satisfechos, pero no así los elementos externos: en la primera se incumpliría la libertad del consentimiento del “renunciante”, y en la segunda, la ausencia de impedimentos en los contrayentes.

 

Pero… ¡atención! Aquí viene el quid de nuestra disertación:

 

Como se recordará, en nuestro libro (Benedicto XVI: ¿Papa “Emérito”?) sostuvimos –y demostramos– enfática y reiteradamente que la “renuncia” de BXVI fue nula/inexistente, no por falta de algún requisito o elemento externo del acto –como lo sería precisamente la falta de libertad del consentimiento del Papa, debida, por ejemplo, al “error sustancial” o al “miedo grave injustamente infligido”–, sino por falta de (nada menos que) su objeto –el cual es, como hemos visto, un elemento interno. No se olvide que en dicha obra dejamos establecido que el objeto de la “renuncia” de S.S. BXVI (manifestada en su famosa Declaratio) jamás correspondió al cargo/oficio eclesiástico (munus) de Romano Pontífice –dimensión de titularidad, de posicionamiento jurídico al interior de la estructura eclesiástica– sino, en cambio, al ejercicio de algunas funciones (ministerium) a él asociadas –dimensión práctica o de servicio–, por lo que, si no existió, como objeto, el cargo/oficio eclesiástico de Papa, ha de tenerse, como consecuencia necesaria, la inexistencia de un pretendido acto jurídico de renuncia al pontificado –inexistencia que, según las ulteriores demostraciones de nuestra obra, fue deliberadamente “diseñada” por el Papa, quien quiso apartarse sólo de facto del gobierno del Vaticano, dejando, sin embargo, tras de sí una apariencia de renuncia legal–. Tampoco se olvide, finalmente, que expresamente dejamos sentado nuestro rechazo a la tesis de que la renuncia de BXVI fue nula por el vicio del consentimiento del “error sustancial”[xi], y clarificamos que, faltando un verdadero acto de renuncia al pontificado de parte de BXVI, el principio de sustracción de materia nos impedía considerar la presencia o ausencia de libertad en el consentimiento del autor de un tal acto (inexistente) –por lo que procedimos a examinar si el Papa actuó o no libremente al apartarse de facto del Vaticano, y frente a esta consideración terminamos por concluir en sentido positivo–. 

 

Lo anterior quiere decir que nuestra demostración canónica sobre la nulidad/inexistencia de la “renuncia” de BXVI al pontificado, sustentada en la falta de objeto –elemento interno del acto–, nada tiene que ver con las hipótesis propuestas por Grant, basadas en la falta de libre consentimiento del Papa renunciante, debida al “medio grave injustamente infligido”, y en la presencia de algún impedimento en los cónyuges –elementos externos del acto–, y justamente por ello no se encuentra sujeta a la conclusión que para éstas determina el citado articulista, vale decir, la aplicabilidad de la presunción de validez del acto jurídico, destruible únicamente mediante sentencia de nulidad emanada de autoridad competente. Quien, partiendo analógicamente de los razonamientos de Grant, quisiera silenciar nuestra demostración canónica a la luz de dicha presunción de validez, incurriría inevitablemente en la falacia de falsa analogía (ver Apéndice, figura 3).

 

Profundicemos un poco: ¿qué tal si, en lugar de un consentimiento posiblemente viciado (por causa del miedo) en la “renuncia” de Benedicto, Grant hubiese planteado una (hipotética) falta absoluta de consentimiento (debida, por ejemplo, a una suplantación del Papa, tanto en la firma de la Declaratio como en la comunicación pública de su contenido)? ¿O si, en lugar de un impedimento en alguno de los cónyuges, hubiese referido un caso donde los contrayentes fueran, no hombre y mujer, sino, por decir algo, hombre y caballo, hombre y hombre, mujer y mujer, o bien, dos mujeres y un hombre, un perro y tres gatos etc.? ¿Aplicaría la presunción de validez frente a estas hipótesis, que reflejan una clara inexistencia del acto jurídico por falta de sus elementos internos –como lo son el consentimiento y los sujetos, respectivamente–? Y entonces, dado que, en el (aparente) acto de renuncia al pontificado que “oficialmente” se atribuye a BXVI, hemos demostrado la inexistencia por falta absoluta de objeto –elemento interno del acto–, ¿aplicaremos tal presunción? ¡Por supuesto que no!

 

Los ejemplos y razonamientos hasta ahora considerados nos permiten intuir esta regla: la presunción en comento aplica exclusivamente a aquellos actos que, aunque puedan carecer de algún elemento externo, cumplen a cabalidad los requisitos internos –necesarios para la existencia, bien sea de todo acto jurídico, en general, o bien, de determinados tipos de actos en particular–[xii].

 

Ahora bien, con miras a superar las intuiciones, preguntaríamos: ¿existe, en el derecho canónico, una disposición específica que recoja y avale los razonamientos y ejemplos que hemos desarrollado? Y a ello felizmente responderíamos: ¡sí que existe!, y se trata nada menos que del ya citado canon 124, esta vez en su § 2, del cual nos ocuparemos en seguida.

 

 

La pieza que faltaba: el canon 124 § 2 y la inexistencia ex natura rei

¿Teniendo ojos no veis?


La norma citada, y su respectivo comentario, son del siguiente tenor (negrillas y subrayas añadidas):


Se presume válido el acto jurídico debidamente realizado en cuanto a sus elementos externos”.

El § 2 de este c. establece una presunción de validez en favor de la apariencia externa de los actos jurídicos. Se trata de una presunción iuris tantum que no podrá invocarse si se prueba la carencia de los elementos constitutivos esenciales del acto”.


Verdaderamente, las cosas no podrían ser de otra manera. Jamás podrá tenerse por válido lo que, naturalmente (ex natura rei, por la propia naturaleza de las cosas, por la estructura misma de la realidad), NO ES

 

Retomemos la situación del hombre que “se casa” con su caballo (lamentablemente, en nuestros tiempos no sería imposible que esto ocurriera, ni que en el asunto mediaran el templo, los testigos, el sacerdote –aun “católico”– y el rito). Si el hombre en cuestión recobrara la razón y se decidiera a contraer matrimonio católico con una mujer, ¿habría alguien en sus cabales que le exigiera, con base en el canon 1085 del CDC[xiii], la previa declaración oficial de nulidad de su “unión equina”? ¿Y si la “unión” precedente fuese hombre-hombre? Inexistencia ex natura rei: por definición, no existe matrimonio si no es entre dos sujetos de distinto sexo.

 

Y regresemos a lo nuestro: si hemos demostrado que BXVI jamás refirió su “renuncia” a su cargo/oficio eclesiástico de Papa, ¿por qué algunos nos exigen, para considerar legítima nuestra adhesión a él como Papa, una declaración oficial de la nulidad del acto? A esta exigencia respondemos, inexistencia ex natura rei: por definición, no puede existir un acto de renuncia al pontificado que no tenga por objeto el pontificado. Se trata de un simple ejercicio de conceptualización, de razón natural, que no requiere aparato jurídico-institucional alguno.

 

Así pues, no es cierto que, a falta de sentencia en contrario emitida por autoridad competente, debamos reconocer en Francisco al actual Vicario de Cristo: demostrada –como está– la inexistencia natural de la “renuncia” de BXVI por falta de objeto, ni ésta ni la posterior “elección” del cardenal Bergoglio gozan de presunción de validez alguna. Benedicto sigue siendo el Papa; natura nos autoriza para proclamarlo, y basta.

 

¿Teniendo ojos no veis?

 

 

 

APÉNDICE


Figura 1



Figura 2


Figura 3

  



 
Notas

[i] Además de su original en español (https://mybook.to/BenedictoTP), el libro se encuentra hoy disponible en otros tres idiomas: portugués (https://mybook.to/BentoTP), inglés (https://mybook.to/BenedictTP) e italiano (https://mybook.to/BenedettoTP).



[iii] Cfr. “Adversus Fallacies: Una réplica en defensa del libro Benedicto XVI: ¿Papa “Emérito”?”: https://katejon.com.br/wordpress/?p=2167#.YT_JW1VKjIU (español); https://katejon.com.br/wordpress/?p=2179#.YT_JeVVKjIU (portugués); https://katejon.com.br/wordpress/?p=2175#.YT_JdFVKjIU (inglés).


[iv] Quienes insisten en que "los católicos no estamos en posición de criticar/juzgar al Papa Francisco; por el contrario, tenemos el deber de orar por él, para que sea un “buen Papa” y confirme a sus hermanos en la fe" incurren en la falacia de petición de principio, incluyendo (gratuitamente) como premisa la proposición a ser probada –que Francisco es verdadero Papa–. Y es que del deber general y abstracto de todo católico de orar por todo (verdadero) Papa, en manera alguna puede deducirse que una persona en concreto, Jorge Mario Bergoglio, sea el verdadero Papa, en un periodo histórico también concreto.


Ahora bien, dado que en nuestro libro (Benedicto XVI: ¿Papa “Emérito”?”) hemos ofrecido una sustentación amplia –no refutada satisfactoriamente hasta el momento– de la proposición contraria –esto es, de que Francisco realmente no es el Papa–, podemos permitirnos un poco humor: ¡esperar que Francisco sea un buen Papa equivale, desde el punto de vista lógico, a hablar de los hijos calvos de Antonio, quien no tiene hijos! Si Antonio no tiene hijos, no cabe hablar de los hijos calvos, peludos, altos, bajos, flacos, gordos, etc. de Antonio, por la obvia razón de que, faltando el sujeto (los hijos), no tienen lugar los adjetivos (calvos, peludos etc.). De la misma manera, si Francisco no es Papa –y el recordatorio del deber católico de orar por el Papa, quienquiera que sea, no desvirtúa esta negación–, no tiene sentido proclamar que él es un “mal Papa” o esperar que sea un “buen Papa”. Nuevamente: faltando en Francisco la posición jurídica de Romano Pontífice, los calificativos acerca del desempeño de tal posición devienen lógicamente imposibles. Sustracción de materia, se llama esto.




[vii] Cfr. TORRES-DULCE LIFANTE, Miguel Ángel. La subsanación de la nulidad procesal canónica. En: Cuadernos Doctorales, Vol. 6 (1988); pp. 519-577. [consultado 13 sep. 2021] Disponible en: https://core.ac.uk/download/pdf/83562427.pdf.


[viii] La cual, como es sabido, constituye fuente auxiliar o subsidiaria del derecho canónico (canon 19 del CDC).


[ix] Cfr., tanto para este como para los futuros cánones en referencia: CÓDIGO DE DERECHO CANÓNICO. 6ª ed. Pamplona: Ediciones Universidad de Navarra S.A., 2001.


[x] Ibídem, comentario del Dr. Eduardo Molano, Profesor Ordinario de Derecho Constitucional Canónico, Facultad de Derecho Canónico de la Universidad de Navarra.



[xii] Al finalizar el presente artículo, incluimos como apéndice la ilustración gráfica de las explicaciones precedentes.


[xiii] “§ 1. Atenta inválidamente matrimonio quien está ligado por el vínculo de un matrimonio anterior, aunque no haya sido consumado.

§ 2. Aun cuando el matrimonio anterior sea nulo o haya sido disuelto por cualquier causa, no por eso es lícito contraer otro, antes de que conste legítimamente y con certeza la nulidad o disolución del precedente”.


[xiv] De manera general –para cualquier acto jurídico–, un caballo no es sujeto de derecho.


[xv] Requisito estructural en todo acto jurídico de compraventa es la pluralidad de sujetos.


[xvi] Requisito estructural en el contrato/sacramento matrimonial es la disparidad de sexo entre los sujetos contrayentes.

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